sábado, 8 de mayo de 2010

El OJO.


Un día cómo cualquiera un hombre se sienta por fin de cara a si mismo para obscultarse y operarse de la infinidad de pesares que lo apremian, súbitamente viene a su mente un instante , tan corto, tan largo como a usted y a mí se nos antojen, si embargo ese ojo, ese ojo que lo mira desde allí aquel lavabo de cocina; la tasa amarilla, un amarillo disgresor y transgresor de los colores del espacio y una tapa azul con aquel toque especial... mango negro plástico de a lo sumo una triada de quinquenios (nada especial, lo sabe). Todo es un concierto de compases insulsos, nimios tal vez que en conjunto no impedían la percepción de su delirio, una toma de decisiones que lo avasallaban sin saber por qué ni tan poco para qué; sólo pasaba por la cocina pues era paso obligado para llegar al escape de la monotonía del lugar... un cigarrillo, una ventana, fósforos, más cigarrillos y una calada; la ecuación perfecta para rematar con el rutilante titilar del reloj del microondas. Esta vez no podía ser del mismo modo, pues la tasa, tan grande y pequeña, derretida por una mala manipulación de objetos calientes, acompañada del desconocimiento natural de la conbustibilidad del plástico. Qué se le puede hacer, es una noche oscura, y la cita aún no ha empezado, pero se siente doctor, cierto?, y se siente sabio, cierto?. Que poca angustia y nada de decencia en un rincón adornado con baldosín de antaño con el amarillo de siempre y las flores que te evocan a mamá... el amarillo, la tasa; interrumpen el balance del momento, quiere destaparla, quiero destaparla pero entre eso y yo no hay concordia, todo el universo parece converger a la divergencia rodeado de absolutos para nada definitivos. Coño!, doctor que pasa, hace rato que no nos vemos... en el espejo; le duele la carita, parece que se ha descuidado... por qué me descuida?, hay que quererse, la medicina no se hizo simplemente para congraciar a los voyeureristas de la carne ni para instruír cadáveres; qué yo me acuerde también se hizo para atender al enfermo y alimentar al que no lo está, ergo, usted. Titila pues el reloj y no hay nada que hacer, once y treinta y cinco, todo sigue en calma por la casa, hacia atrás puede olerse una estructura cónica que adopta la forma que siempre con gusto lo mira pero que a lo sumo no existe, nunca ha existido y por eso mismo continúa ahí, en el cono, que viéndolo desde un panóptico se puede vislumbrar un helado de lo más casual... y helado definitivamente está. Hubo un estruendo complicado, yo lo oí, todos lo oímos, incluso tú que desde allí me examinas con la lupa de siempre en ese cojín reclinable desde dónde... bueno, ya lo sabemos todos y todas. En esa agua turbia e inodora podía proyectarse un cuerpo tendiente a una esfera, mucho menos que eso, pero definitivamente mucho más que eso, un resplandor conflagrado en una ubicuidad de unos cuántos centímetros de dimensión; si se le mira de arriba a abajo, nos invocaba y nos seducía con un potpurrí policromático que borraba categóricamente la magnificencia de una tapa que sinceramente detestaba, sólo que mi engaño y mi autocomplasencia omnubilan esa palidez que condonaba los errrores del momento. Once y veintiocho.... el tiempo pasa, siempre no lineal, escondido en una de las tantas caras que con una arrogancia inerte se escabulle y se siembra en los campos de un espasmo para nunca volver a decir jamás. Apéndices blanquecinos bordeaban los meridianos de aquella excepción a un delirio; me miraba, sólo que no parpadeaba, no podía hacerlo, sus largas pestañas no lo permitían y allí justo en ese instante procuraba unificarnos al eso y al ello para por fin juntos lograr un diagnóstico que concordara con lo imposible y fuese tan escrupuloso y delicado que inoculara la comunión de la salud en cada una de las venas de este cuerpo desconectado en una mente parcialmente conectada a los sinsabores de sabores propios del chocolate que mamá y sólo mamá podrían preparar al hervir ese ojo que nos miraban a todos los que estábamos presentes; por ende yo y nadie más, descargando entonces la risa de un buey enamorado que perdió la razón para darla a un sistema aislado. Era todo lo que pedía, un cigarrillo y en la tasa... el desayuno.


FIN.

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