martes, 18 de agosto de 2009

TARDE EN EL SIN SENTIDO


Simón era de aquel viajero, buscaba lo que sólo el quería, lo que sólo todos quieren. Si se supiera a ciencia cierta que es aquello, definitivamente el mundo sería más sencillo. Era viernes, Simón sentía ese fuego de sus días, esos días que inconscientemente espera; indiscutiblemente los viernes. Tenía infinitas ganas de correr hacia el lugar donde todo cambia permaneciendo inalterado, allí donde las esquinas se cuartean y los altillos son sótanos embriagadores a la luz de mil y una lenguas. Pero había un gran problema; no era viernes mas aún su cuerpo inerme se hacía agua gota a gota por correr de nuevo y perderse en lo que ya ha encontrado. -Son sólo unas cuadras- se dijo, sin embargo no era viernes y el recuerdo de su Alejandra de otro nombre lo impulsaba a exaltar la carrera. Otro problema, aún no era de noche. Era uno de esos días que no tienen nombre pues teniéndolos gozan de todas y cada una de las propiedades taxonómicas de los afiliados a la semana; el sol, la calle, la gente, los vehículos y en suma él mismo. Se encontraba en una situación complicada, un periplo inmarcesible e ineluctablemente decisivo, sin embargo los otros días lo encadenaban a la loza con los aros de la costumbre y las esposas de la responsabilidad. -Debe ser eso entonces- musitaron sus labios de manera trémula como si alguien lo estuviese viendo, pero no había nadie detrás de las paredes, ni delante ni dentro de las mismas. Optó por salir en busca de aquello, definitivamente eran los acordes de ese llamado; con todos los contrastes, caídas y elevaciones del clavecín que tanto amó a lo largo de su adolescencia. Un minuto después y la puerta ya se había cerrado. Consternado dio un paso furtivo al ascensor de siempre a la espera de su llegada. No podía esperar a nadie más, sabía plenamente que estaba solo, rodeado por millones pero absolutamente solo.

Simón giró su cabeza en busca de ese sol de las cinco, vio el de las dos y al consultar su reloj descubrió que eran las nueve. Estaba consternado, con su vientre en llamas y su garganta reseca. El ascensor aún no llegaba. Como era usual, el punzón infame de su gastritis le pateaba el bienestar, mientras pensaba en eso de costumbre mas nunca como todos los días... Alejandra. - Y si aparece en el ascensor- pensaba, -no eso es absurdo- pensaba aún más. Las puertas de esa cápsula de corte clásico que con su constancia y calidad retaban a los artilugios más modernos por fin llego a su destino ostentando a la mujer de siempre que lo miraba, a la espera de un saludo que jamás recibiría pues dada la hora era innecesario. Los números del tablero ya deteriorado pasaban uno a uno con ridícula lentitud, acompañados por la efigie cabisbaja de una empleada con millones de problemas, pero con una ventaja irrefutable; tenía la plena seguridad del día en el que se encontraba.

-Gracias, hasta luego- dice por fin Simón con cierto hastío y repugnancia. Impulsado por un espasmo, tal vez otro impulso muscular menor, decide consultar su reloj nuevamente, -Son las seis-, dijo en voz baja, sin reacción alguna.


Hacía frío en ese instante, se sentía borracho y consumado a la espera de lo que él buscaba; no se había tomado nada, sólo tenía entre sus dedos el Marlboro de siempre; ya el cigarrillo estaba por la mitad y por momentos se había fumado otros dos. Simón caminaba, corría, corría y descansaba coartado por las náuseas de su precario físico, acompañado por momentos de esa sensación de todo fumador empedernido, ufanado en su estatus sumamente común y no menos peculiar, que culminaba en un impulso incontenible de escupir hacia el lado izquierdo y con paraje indefinido. Las mesas estaban llenas y en la calle seguía helando sin consideración alguna. Estaba envuelto por la neblina de los licores lupulados y esquizofrénicos. Su cara de borracho solo distinguía los colores de Alejandra, la lejana, la cercana, la añorada y estimada hasta el cansancio, pero ese cansancio, que estaba por cansarla a ella y por matarlo a él lo perdía en los cuellos de la botella que siendo siete sólo pintaban una. Todo ello era un gozo miserable. Pleno de perfidia y entre tanto de aleluya. El bullicio del silencio, ese silencio atómico y plurifónico de las exquisiteces; esas mismas que se encuentran en los arremolinados y caóticos espacios del consorte de todos los días, embrutecían a Simón haciéndolo caer en los pasajes de su atónita y estupefacta escritura de burbujas, burbujas que invocaban su presencia, su voz, su afecto, simplemente estar ahí. El reloj del lugar del siempre nunca y por nunca ya casual daba las cuatro, escurriendo por los agujeros sucios los pálidos haces de luz que entraban con una humildad serena hasta llegar a las manos, caras y narices de los etilófilos que al igual que él ya no estaban simplemente estando; a lo sumo no existiendo.

Y es que perderse allí, en el lugar que posee un punto en cualquier mapa no era consuelo para un Simón que ya jadeaba y se derretía por el efecto de su frío y su frívola auto-enemistad. Todo eso estaba sucio, la suela de los zapatos estaba pegajosa y casi no valía el impulso extremo del levantamiento de lo que muchos simplemente llaman pie. Millones y millones de caras se perfilaban hacia su figura. Millones y millones de representaciones esparcían todos sus colores.

Simón calló, efecto de la música prozáica y sublimemente coloquial.

Simón calló por el frío del acero en sus entrañas...


Los perros viven toda su existencia sobrios por completo, la única embriaguez que conocen es la que su química les proporciona, la que el fuego de sus vientres les indica, lo que sus sexos les inducen.

Simón murió y al fin llovió, lo que buscaba jamás lo dejó, el reloj decía que eran las once y …



-Buenos días, como amaneciste?-

-Bien amor, muy bien-

-Te amo Alejandra-.



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